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por el niño que se convirtió en piloto

Tenía nueve años.
Una toalla azul al cuello.
Y una misión: salvar el mundo.

Jugaba a ser superhéroe.
Pero por más que corría, gritaba y saltaba…
no volaba.

Entonces hice lo que hacen los que no entienden el caos:
Miré al cielo.
Y esperé.

Esperé a que alguien —un adulto, un sabio, un salvador—
bajara en paracaídas a decirme qué hacer.

No bajó nadie.

Pasaron minutos.
Luego horas.
Luego años.

La capa seguía ahí.
El deseo de volar, también.
Pero ahora tenía más que un juego entre manos:
tenía una empresa que se desmoronaba,
un equipo esperando dirección,
una vida que pedía gritos: liderazgo.

Y aún así, esperaba.
Esperaba una señal.
Esperaba tenerlo claro.
Esperaba que alguien me diera permiso.

Hasta que ese “alguien” bajó.

No era el gurú.
No era el jefe.
No era el experto.

Era yo.

Yo mismo.
Con casco, gafas de aviador, y una sola frase:

“Tú pilotas.”

Y entonces me arrancó la señal de STOP que tenía en las manos.
Me subió a la cabina.
Y me obligó a mirar por la ventana.

Ahí estaba todo:
mi empresa en llamas.
Gente corriendo. Apagando fuegos.
Una escena que conoces bien si llevas tiempo esperando.

Yo iba a actuar como todos. A coger el extintor.
Pero el piloto —yo— me detuvo.

“Tú no estás aquí para apagar fuegos.
Estás aquí para construir el sistema que los evita.”

Levanté la mano.
Presioné el botón rojo.

Un robot gigante cayó del cielo y apagó cada incendio con precisión quirúrgica.
Me saludó.

“Gracias por ejercer el liderazgo.”

Y mientras el avión ascendía, el cielo mostró el mensaje:

“Alta Agencia Activada.”

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